De la espesura del tiempo







2010





Todavía no,
pero no desalientes,
quizás llegue el día
en que tu cuerpo
remonte el valle de los lirios,
la hora de la desnudez del alma
de la luz que se abra paso
en tu noche oscura,
quizás.


Y entonces,
ah, entonces
volveremos a encontrarnos
en la luminosa cumbre,
volveremos sobre la nieve de la cima
a ser inundados por vendavales de ternura.








¿Y por qué ha de ser siempre
el mar y la muerte y el amor,
y no la dulzura de los cuerpos,
los cuerpos
el crepúsculo de fuego
un manto de canela sobre la nieve
en donde dos amantes se besan?

¿Por qué siempre el dolor
y los espinos
haciendo sangrar nuestra piel,
y el acerado fragor de la ventisca
y las noches en vela,
cuando existen los cuerpos
y la luz
y la suavidad extrema de la piel,
y esos cuerpos, Dios,
en donde el alma y mi sed
encuentran una suerte de anhelo
ancho como una playa
donde juegan las olas
donde yo sorbo a sorbo
me bebo el mar,
toco sus pechos
hundo mi boca en su pubis húmedo
acaricio con mis dedos
la curva perturbadora de sus caderas?






No es ambigua la realidad que se trenza alrededor de mi duermevela tras la hora de la comida; todo lo contrario, de densa persistencia cementada con los materiales nobles que vertebran los días, éstos de ahora mismo; tan aparentemente adormecidos a veces, tan sin meta ni sentido; en este invierno tan lleno de lluvias, ayer y anteayer de nieve, esta tarde de restos de lejanas ascensiones en los Alpes que se mezclan con la fuerza de una mujer que explora los confines del riesgo y de la vida, que se mezcla, inhiestos sus pezones con el color de cielo y el vacío donde en su fondo braman las aguas salvajes; de apariencia débil pero hermosamente fuertes, poderosos, nosotros, los hombres y mujeres. Y ello sobre un paisaje gris de encajes azules en las ramas de los árboles en el que la lluvia tamborilea desde ayer tarde, ahora sobre las tejas en un rumor amortiguado, blando, intemporal.






Qué cosa insólita él,
siempre presente
embaucador
brazo que estrangula
y hace perder el sentido de toda instancia,
tenaz, hecho de doloroso fuego
y profundo deseo.
Siempre la misma brasa sobre de alma
hoy un marasmo de pena
mañana un acorde de puro gozo,
el ensueño del que mira el mar
romper en aquella playa
donde de rodillas besabas una noche las estrellas.






Misterio de tez húmeda
y fresco aliento
encontrarte aún en la espesa densidad de la tarde
piedra solitaria sobre la playa
sedosamente bañada de tiempo y distancia.

Y mis manos huérfanas de tu cuerpo
sedientas del manantial de tus muslos
de la piedad de una ternura
solo aliviada en el infinito misterio inalcanzable;
la tarde cayendo a nuestras espalda.

Y sentirte, entrañable misterio,
a través de la niebla del tiempo
y la distancia.

Extraño enigma
en el que el malva de las montañas de poniente
se llena de cantos de pájaro
y reprimido despecho,
de inesperada sonrisa
cuando imagino esos buenos palmetazos
en tu trasero.

Extraño misterio
el de no poder cerrar los ojos y decir amor
frente a estos árboles escuetos
que esperan paciente la noche,
de contemplarte sobre el fondo de sus ramas,
perdida,
parte de mí
planta tronchada.

Verdad es que tú ya no eres tú
y que el tú que ingurgita mi ojos húmedos de ti
murió entre tus manos débiles e indecisas,
pero aun así,
mujer eres,
misterio de mis entrañas
parte ahondada en una triste piedad
que de tarde en tarde se hace sonrisa y ternura.








Y es que volví una vez más a los versos,
líneas quebradas
sobre el fondo de la noche
donde una llama lame viejos maderos de obra
que hablan naturalmente de lo mismo de siempre.
Sea cual sea el poeta que acompaña mis últimas horas del día,
siempre es lo mismo,
el vaivén de una verdad a punto de ser apresada
que huye precipitadamente
escondido su cuerpo en una nube de aterciopelada confusión.

Y así, con el libro entre las manos,
aboscado paciente en la niebla de los versos
-erectos, hundidos los pies
en la herrumbre de los helechos ardientes del humedal gris
donde lloran ahítas de lluvia las hayas-,
mirar en silencio el fuego
la llama temblando en la quietud de la noche
sin porqué, sin tiempo.
Así esos versos que esta noche leo,
Maizal, Keats, Valente,
el amor, la muerte al fin.






Volví al pinar esta tarde,
sí, ya sabes, el viejo pinar de siempre,
ahora sus pinos
pudriéndose en el suelo,
ahora sucio, abandonado, triste reliquia de otro tiempo;
sin embargo, al fondo,
allá por donde paseamos las ultimas veces,
la mancha verde de la cebada
brillaba al final del día espléndida
bajo los pies de los cipreses.








Inmensamente perdida y llena de miedo,
siempre deseosa de morir a la vuelta de cualquier esquina
pero feliz a veces entre mis brazos,
feliz yo entre los suyos;
así eran entonces los días,
arrobadores y conflictivos.
Yo por entonces había descubierto
que la vida era más de lo que nunca hubiera esperado,
tenía un amor,
venía de una espesa oscuridad
nacida en las entrañas de mi paternidad,
espesa brea de un verano penoso,
y me encontré con ella;
era pequeña, le costaba mirar de frente,
quedé prendado de su vida a medio hacer
de la orfandad que escondían sus ojos;
con el tiempo su sonrisa se hizo firme
y sus ojos brillaron expectantes.

Pero quizás nunca llegué a comprenderla del todo,
su desesperado deseo de romperse la crisma
contra cualquier pared,
su despiadado y fútil orgullo
irguiéndose como gallo de pelea
en los confines de un destierro
donde sólo ella y la lejanía inhóspita tenían cabida.

Ahora anda en otro planeta
arropada de arrogancia y miedo
en una lejanía de baratija,
sus cuerdas vocales atrofiadas
en el frío de la desesperanza;
no canta, no corre, languidece en alguna lejana galaxia
esperando Dios sabe qué.
Acaso después de todo
su amor fuera era algo más que un artificio.

Mientras tanto
miro interminable la noche
y las alargadas constelaciones
que pueblan el horizonte frente a mi cabaña,
miro apenado
aquella esperanza que se había ido abriendo
como un atractivo abismo bajo mis pies,
esos abismos que ya mis manos y piernas no sortean,
quieta mi mirada sobre el horizonte del tiempo
que a grandes zancadas se va llevando el aroma de su piel.






Agradecida deberías estar de tenerme
en estos versos color perla
sobre un cielo sin estrellas,
mi voz tras las huellas que tus pies dejaron
en medio de la Brisa,
la voz temblorosa y firme
la voz añoranza,
memoria tenaz de tus deseos marchitos.

Me dirás que por qué sigo desenterrando
esta trasnochada historia,
y no sabría decirte;
miro la noche a través de mi ojo de buey
y tarde o temprano allí apareces
en el fondo luminiscente de tu cueva,
silenciosa, como animal herido
ovillada en la engañosa soledad de tu destino.

Por asuntos menos graves se lamentaba Jeremías,
y sin embargo,
¿qué importancia podía tener la destrucción de una ciudad
frente a esta catástrofe que urdió tu miedo?

Corro el peligro en convertirme en estatua de sal,
mas qué,
a mí qué,
¿dónde y cuando la memoria
el espacio imposible
habrán de dar reposo
a este paisaje bruno que rompe
contra el horizonte,
siendo como eres la razón de mi Brisa?

Ah, esa infinita tristeza
que va dejando las marcas de sus uñas
en la arpillera del tiempo,
el gozo, aquellos tañidos que recorren hoy
el silencio de la noche junto al fuego.






Podría ser como entonces al cabo
esas líneas que traía el mensajero
allá al final de la tarde.
Reconciliado con el mundo,
al fin la vida;
no era ya sólo el hosco viento,
la atmósfera había comenzado a ser tibia
y grata de respirar
y a tus pies un riacho de agua sonaba acogedor;
la espera cumplida
al otro lado de la bruma:
la mansa llegada del mensajero.

Mas somos inconstantes
y en el fondo nos apasiona la fealdad,
voluble y caprichosa la voluntad
arrasando la dicha con  palabras execrables.
Ah, el vómito, nuestra vieja alma oscura,
y la pasión de sentir la violencia de la riada
arrasándolo todo,
llevándose consigo
el olor suavemente sudado
de aquellas mañanas
en que los cuerpos se encontraban
entre las jaras,
arriba sobre el firme granito
que bañaba el valle.






¿Cómo será envejecer
allá, en la distancia,
la imagen rota del recuerdo
cuando quebrada la lógica de la presencia,
el tiempo, ajeno a la historia y a las pasiones,
inexorable,
vaya dibujando en su rostro
surcos de niebla,
el cabello cano
la suerte de los años rodando suavemente,
día tras día, estación tras estación,
hacia el ocaso?

El rostro dulcificado que yo querré recordar,
exento entonces ya del orgullo
y la virulencia de la sangre agolpada en sus ojos,
depurada su mirada
mansamente sobre los recuerdos,
como en aquel librito del gato blanquinegro,
el incienso de aquellos breves años
posado en el horizonte
junto al fuego del atardecer.

Y así mis horas transcurren
largamente en un ir y venir de olas
en este invierno de reposado ocio
y ensueño alrededor del tiempo,
nada que explicar, imágenes,
sucesos que como los pájaros
vienen a posarse en las ramas de las horas
y llenan con su escueto canto
mis pensamientos. Y yo me iré
y se quedarán los pájaros cantando
y el final de la tarde se vestirá de ámbar
y ya no seremos siquiera recuerdo.

Ah, esta hermosa enfermedad de vagar por el tiempo,
amor en la palma de la mano,
un suave soplo y zas,
como vilano volando por los aires,
aviones de papel de la infancia
atravesando en espiral el cielo,
una racha de viento
y date,
cometas, aviones, vilanos, amor,
arriba, arriba, volando.






De la espesura del viento de la tarde
granando en medio del dulce cansancio,
la brisa de siempre
el roce trémulo,
la hora de un domingo
donde no será posible recuperar la brisa.

Ahora sólo queda el inhóspito viento,
la hiel de los errores
subiendo como un escalofrío por la médula.
Ingrid Bergman y George Sander
recorrían anoche parecido paraje en una película de Rosellini.
Nada tan real y presente como la sombra del propio suicidio.

Y la certeza de que nunca la cueva será otra cosa,
heces y mohosa humedad, silencio,
el acre olor a cerrado,
morir anhelando
por más que la luz y el sol brillen
en el halo claro del fondo a sólo unos pasos.
Destino lo llaman.

Y no sé bien por qué estos versos tan de color betún,
esos fantasmas que en la trastienda no dejan de armar jaleo
aunque uno se despierte cantando
o le sorprenda la sonrisa de un recuerdo amable
mientras zascandilea con el cemento y la arena
reparando un muro.

Lo cierto es que ella se fue a medio hacer
encerrada en su fría y estrecha cocha,
y la recuerdo,
y pienso en los imponderables
y en su triste vida de huérfana,
tan pequeña ella,
tan lejos,
tan a medio hacer.






Y el orgullo fue su amante fiel entonces,
y los sonidos se hicieron de hiel.

Jirones de soberbia
poblaban la tarde con sus gritos despechados;
y ya no había ni grupas, ni besos
sólo el obsceno canto del cuervo;
cría cuervos.

Y los faros barrían la noche entre el boscaje,
una día en que el cielo se cubrió de mudas estrellas.






Sobre este cojín se recostaba
mientras mis manos recorrían arrobadas
su cuerpo,
tiempo ha.
Hoy, mientras leía,
el cojín sobre mi regazo,
el libro sobre el cojín,
descubrí una mancha bajo la funda,
entre los despojos de la memoria
se abrió paso
su huella sobre el almohadón.

La tarde había transcurrido
plácido doce far niente frente al cielo de poniente
y hete aquí, sin más,
por arte de birlibirloque,
de nuevo el cuerpo del delito,
las recurrencias de su cuerpo y mis manos
recorriendo el místico camino de las dunas;
volvía, camino del infinito,
a penetrar profundamente dentro de ella;
mi profesión de fe,
esa única religión verdadera
con la que tomamos fugaz posesión de un imposible,
paraíso infernal donde bullen
todas las alegrías y los horrores
que recorren la historia del hombre.

Un escalofrío cruzó la soledad de la tarde,
pero pudo mi otro afán de las palabras,
las palabras que buscan a la mujer en los versos,
la entrevista solicitud al otro lado del tiempo,
del profundo y enigmático mar;
como ellas, adormecidas siempre en mis pensamientos,
largamente expuestas a caer en las redes de mis ensueños
para dar al fin forma de mujer
a los anhelos de la tarde que muere
en un leve resplandor frente a mi cabaña.

Después, la palabra cedió a la brisa de la memoria,
se hizo leve fuego
brasa
rescoldo,
y con él el cielo cayó en una profunda oscuridad.






Hoy me aburren los versos
la reiterada melodía
de las palabras tratando de acariciar
con sus manos un porqué,
el calor que dejó un cuerpo en el ánimo,
el dolor renovado de un grito
que no termina de extinguirse;
acaso la voz misma de la nada
queriendo hacer oír las muchas razones
para la desesperanza y desasosiego;

cuando las palabras no son otra cosa
que palos de ciego
el humo de una tarde
que se demora sobre las cenizas del horizonte
confundiendo la realidad
y enredando los días con su loca charla.

Esta hartura de palabras
cuando lo deseable sería vivir
fuera del tiempo y las razones,
puro viento, vaivén de aguas,
fluir de lava por una ladera fría
donde al día siguiente bellos tirabuzones
adornarán la madrugada.






De cuando la vida duele
como un profundo tajo en la carne,
todas cosas que pasan,
como el cierzo o el siroco
como esta nieve de hoy mismo
lenta e inexorable
trayendo poco a poco la calma
y el reconocimiento,
la una la otra, ellas.

Y lo que anoche era oscuridad
y lecho de púas,
la carne convertida en sílice
en vasta aspereza el tiempo,
torna a ser esperanzado sosiego.









Este invierno teché mi cabaña
construí un huerto,
hoy miré la lluvia
pensando en el nuevo seto de hiedra
que nos aislará del mundo,
ese monasterio que alguna vez imaginé
para la edad madura,
para cuando el mundo del exterior
vaya perdiendo peso
en la consistencia de un tiempo devorador.

Descubrí el gran placer de vagar por mi casa
imaginando construir en ella
bellos rincones para la meditación
desde donde mirar la vida
soñar con cuerpos de mujer
viajar por el íntimo universo de la memoria
o escuchar hora tras hora
las idas y venidas de mis anhelos
blandamente ensoñados
en las horas del crepúsculo.
Hoy, sin más, que volví a oír sus ayes de amor
en una vieja grabación que todavía hace temblar mis piernas.
Apagué la luz y quise comprender qué es una mujer,
qué era ella,
qué importancia tiene para la vida estas cosas,
al fin y al cabo un cuerpo vestido de deseo;
puede no ser otra cosa un cuerpo,
carne con forma de mujer, de hombre,
el perenne impulso de la creación.

Ah, inútil esfuerzo por explicar las cosas
cuando todo el mundo sabe
que el amor no se explica,
que explicar es limitar,
que él está ahí como lo están las estrellas.
Leía esta tarde Gabriela, clavo y canela,
me gusta esta mujer que pinta Jorge Amado
y que me hace pensar en esa historia lela
que me tocó vivir,
que le tocó vivir a ella, la mujer pequeña,
historia lela de quien entrega la vida
a un necio patán
y se justifica convirtiendo en vómito sus días.

Hice una pausa en mis hábitos
en donde ya apenas caben las palabras,
estos pocos versos
sobre el negro mate de la pantalla tan sólo;
poca cosa para tanta música que recorre
este tiempo de contemplación,
el agua de la lluvia, el viento,
la esporádica nieve cayendo
parsimoniosa y solemne sobre mi parcela,
el sol asomándose entre los brazos desnudos de un olmo;
un excelente escenario para contemplar los inútiles desvelos
para arropar la memoria
y seguir pensando en las cosas hermosas
que mis manos y mis ojos tocaron,
para resucitar a cada instante caricias imposibles de borrar,
el aliento cálido sobre mi cuello,
el gélido frío de una noche en la grieta de un glaciar
aferrado a la vida sobre una bella montaña de los Alpes,
la montaña, la amante,
la noche cayendo sobre el mar infinito.

Hice una pausa en mis hábitos
y llené mi tiempo del cosquilleo arrullador
de las cosas que me rodean,
las pequeñas cosas,
los trabajos de jardinería
una cascada y un estanque
donde pronto nadarán rojos peces de plateadas escamas,
mañanas de niebla, de sol, de nieve,
mañanas de invierno
en las que brinca un petirrojo
o planea entre los álamos un cernícalo,
mañanas de perruna y agradecida compañía
que bosteza al sol,
que ladra a esporádicos paseantes
o festeja la vida con sus alborozados juegos.

Y a la noche, de tanto en tanto, una película,
deliciosa ayer, El secreto de sus ojos,
siempre la urdimbre de una historia de amor
sobre la que tejer la comedia o el drama de la existencia.
Y acaso más tarde las caricias
mi amor, yo mismo el centro de todas las instancias,
el eco de mis ayes
en el lecho solitario de la cabaña
bajo el cielo tenuemente estrellado,
un leve resplandor de luna inundando
la aterciopelada soledad de mi invierno.








Tu carne,
suena en alargado eco todos los rincones de la tarde.
Tu carne
siempre un grito
escondido en el horizonte
cuando levanto la cabeza de mi libro
y busco el brillo de las constelaciones
en el fondo tambaleante de la noche.
¿A qué tanta charla inútil
tantas voces arañando con sus mediocres razones
las horas de insomnio?

Tu carne,
el deseo reptando por mis manos
en la oscuridad de una secuencia,
las sombras cautelosas y ambiguas
de una gélida madrugada
en la espesura del sueño,
¿o fue en los asientos traseros
de un coche perdido en los rastrojos de la noche?
Y el cielo estaba estrellado
y tu cuerpo ardía entre mis manos
brasa todo él.

Tu carne, al fin,
convertida en mi calma.
Temblando en la memoria
más allá de la ventana
el eco de los álamos blancos.











Cuerpo silencio
grave bajo los acantilados
mientras el día se resuelve
en incendio carmesí más arriba,
en húmedas y cálidas
oquedades entre las rocas
al final de un largo camino
junto al mar profundamente ensimismado
besando los bucles dorados
que riza el viento.
Cuando todo en ella era humedad.













Cómo decir,
el cielo azul ceniza
en una imagen de reiteración del mundo
posando sobre las ramas
preparándose para la noche
en su azotea,
siempre las constelaciones ámbar en la línea del horizonte;
y dentro de todo esto
la visión inmadura y espléndida
el cuerpo de leche
y el paso cauteloso y mórbido
cabalgando sobre el musgo
leve su peso
una marimba a lo lejos
en algún lugar entre los setos y el río
y los ojos abiertos como soles,
la gracia de una nube
disfrazada de beldad
su musgosa oquedad entre las hebras de arena
cayendo a raudales
en polvo de oro por la ladera de onduladas
aristas color mostaza.

El cielo ya negro humo
y ellas trascurriendo,
su proscenio bajo el alféizar
manos que no resiste tocar
y bajan silenciosas hacia el breve manantial
bajo el granito cálido
casi ardiente.











Conchas sobre el regazo tostado de la tarde
la cháchara azulada
del viento y el agua
sobre los rizos rubios de la arena,
el espectáculo del mar.
Merodeando las dunas
el caminante hace frente al viento
vadea un río en el atardecer lechoso del Atlántico.
El encaje blanco.

Rumoroso,
ajeno a todo lo que no sea él mismo,
en movimiento,
objeto de meditación,
anoche en conversación con el viento,
adormecido entre las dunas.








Al fin llegó
¿no era eso lo que pedían tus labios,
que susurraba la angostura del alma
engañada por las tinieblas
en la rosa de los vientos
que equivocaban y extraviaban
con la violencia indómita
el curso de nuestros días?

El silencio rumoroso e insoluble,
la condena misma de la existencia
que parlotea palabras equivocadas y cínicas,
el ángel que no sabiendo
aguijonea mensajes de destrucción.

Tiempo de silencio
y de largas noches de lluvia,
a veces exquisito el placer
de verse atravesado
por la bulla de los pájaros
o el rodar de los pensamientos
brotando del silencio,
cantarina fuente
rodeada de cipreses.
Y enfrente un desarreglado álamo
que habrá de entregar su vida
para que en el cuadro de mi ventana
el austero olivo adquiera el protagonismo
que mi ánimo está pidiendo.









Al sol de la nada
de posada gracia
de indolente mirar,
maravillosos cuerpos
sestean en la playa,
claroscuro
la noche extinguida
y la presión asomada
fijos sus ojos en el prusia
de las últimas ramas
indolente y fuera del tiempo
preguntando llanamente
¿qué tal? ¿cómo va todo?
Va, dejé mi libro a un lado y miré,
en la alfombra de ceniza azulada
se alzaba ahora
su presencia continuada,
las chicas de blanco y negro
desafiaban mi atención
sobre el promontorio de granito.








Proust y su mundo,
una vez más,
ayer tarde,
mientras el sol declinaba
rozando la armonía oscura del olivo.

Un olor conocido despierta en sus páginas,
el aspecto más amable de Estropajillo
que asoma en el umbral de mi cabaña
con un conejo al ajillo para mi cena;
cruza con trotecillo despreocupado
la sombra de Tizón,
al que sacrificamos días atrás;
en los vitrales de la iglesia de Combrei
veo mujeres vagamente desnudas.
Al borde de la retina
la fragilidad del tiempo,
la primavera brotando en nuestro huerto,
la reiterada presencia de la mujer pequeña,
el sabor de la magdalena,
tiempo recobrado,
la vida y el eterno presente del pasado
el gozo renovado de los encuentros.

Espectáculo amable
el de volver como las olas
a refrescar en la luz de la tarde las emociones
la esencia dispersa de la razones
que dan sentido a la existencia.

Con su brisa de pájaros
tiembla delicado el verde luminoso
en las hojas de la acacia,
la luz posa sobre la hierba húmeda
con la delicadeza de una mano amada.
Es la hora de la lectura,
la reposada cadencia de un lector anónimo
susurra en mi oído las páginas de un libro,
los pájaros, el brillo de la cebada
llenan con su luz el final del día,
esas pequeñas cosas
entre las que posa blandamente
la frase musical de una mujer
cruzando insistentemente
el campo de mi memoria,
melancólica música
acariciando con su brisa mi hora,
la dulce cadencia de la prosa de Proust
trenzando sensaciones y recuerdos,
componiendo manojos de tempranas flores
que coloco con cierto estremecimiento
sobre el alféizar de mi ventana.









Envuelto en el brillante envés de las hojas tiernas
los oídos llenos de pájaros
vagando distraídos los pensamientos
por la lectura de un libro,
la escandalera de las ramas
mecidas sobre el agitado mar de la cebada
asalvajado y ahíto de lluvia,
preñado el campo de primavera.

Vino en las alas
de un apacible resto de siesta;
tras ese vano gesto de cerrar la puerta bajo siete llaves.
Renació entre los palos húmedos de la noche
la sedosa llama,
tierna, irreductible,
llenando con su chisporroteo cantarín
el opaco vacío.

La dicha al fin de la brisa
sobre la piel
a la orilla de este mar verde.











Mas aun así
arrolladora fuerza que pusiste
en mi carne palabras, versos,

estremecido de profundidad sin nombre

misterioso y vulnerable fluir
fuego y frío,
calor e inefable contento
por más que las palabras de hielo y fuego
rompan a cada instante
contra la teñida melancolía púrpura
de un día más,

o acaso por ello.









El glu glu del exígeno acompaña el silencio de la noche de hospital. Gorgoteo como el de un hilillo de agua que saltara de una piedra a otra a pocos metros de un vivac de montaña. Noche de hospital, la línea de sombra merodeando como un pájaro de mal agüero por el cielo de la noche de media luna. En esto consiste la vida, en ser acosados de tanto en tanto por la muerte, por el estruendo de las olas, por el amor, por el misterio insondable de la realidad, que aun abierta en canal como en un día de matanza, sigue escondiendo en su profundidad difusos juegos de luces y sombras. Aquella cueva.
Aquella cueva, el tubo ahumado con su fondo de cristalitos de colores chisporroteando simétricos en su fondo, la paz silenciosa de las hayas sumidas espectrales en la niebla de la mañana. Misterio. El amor misterio, la muerte misterio, el blanco resplandeciente del quirófano, misterio, la respiración de mi padre como de suaves olas sobre la playa fluorescente del hospital. El glu glu del oxígeno, el tac tac del corazón: estamos vivos. Todavía. Dentro de unos días tendremos luna llena.








Y aún así
las tardes y las noches habrán de transcurrir
entre la sombra y la luz listada de la siesta
agitadas por los vientos.

Y la muerte silenciosa de un anciano,
dulcemente dolorosas las horas
la memoria atrapada,
los restos de un naufragio que van quedando por ahí
pidiéndole sosiego al tiempo,
rastros de luz sobre los que descansar la mirada confundida
donde poco a poco la muerte va haciéndose un hueco
en medio de la humedad rosada del atardecer.

Y entre todo ello
los consabidos cuerpos
llamaradas que rebrotan calladamente
entre las cenizas
en el humo verde de la hojarasca.








En el interior de mi cuerpo
alza la voz procaz el tiempo,
como tajos abiertos en mi costado
la úlcera y el dolor
aventados por la muerte
y el canto de los mirlos,
la serena memoria de pensarme
en el temblor de otros días,
amor, desasosiego,
el lento reptar de mis manos
por el granito
a cuyos pies el perfume de los narcisos,
delicadas gotas de rocío
entre la rústica fragancia de las jaras,
ascendía.

Cierro los ojos
y le siento penetrar, dolor,
espandido entre mis cartílagos,
el pecho,
la memoria dividida.
Y todo mi cuerpo
es tarde de viento,
esponja salobre en mis labios,
dulceamargo siseo de las horas,
la esperanza rota,
el tacto de aquellas cenizas
de huesos y vísceras.
Y el tiempo anónimo
deslizándose sin pausa
ajeno a todo,
la tarde ámbar
susurrando en la espesura,
sonando, aldaba herrumbrosa,
contra mi pecho.

La piel vieja del destino
y la cortina agitada
con su hilillo de agua
goteando sobre el pavimiento.

De la cal de la pared
cuelga el sueño conventual
del solitario de siempre.











El trigo, que eran olas aborrascadas,
se hizo tranquila calma con la lluvia,
leve cimbrear que bebe sediento
el agua inesperada de un final de primavera.

Y mientras lo miro,
extendido como un claro lago
frente a mi ventana,
vuelvo a pensar en ella
con infinita nostalgia.
La nostalgia por los muertos
que enterraron la vida
bajo la pacata losa del orgullo.
¡Ah, orgullo cobarde y ruin!

Y sin embargo
¡qué bien huele el campo mojado,
cómo se mueven gráciles
las hojas de los álamos
contra el perlado gris de la tarde!








Y se me entra
arrobada la memoria cierta
de una nada próxima,
la sibilante brisa
que susurra cadente
fragmentos de lluvia
que quedaron adheridas
a las yemas de mis dedos
como actos inconclusos
que claman por una demora,
una oportunidad
para concluir aquella plegaria,
romper aquel silencio pertinaz
que sellaba mi boca
cuando las lágrimas
la emoción del instante
anegaban mis ojos
llenos de humedad sensual y febril.

Y tras la sima de silencio
que recorre la hora,
indecisa, la memoria se arracima
y vierte su dulce esencia
en la pura contemplación de mi estar.










Y cuánto dolor aún
bajo el espesor de los árboles
ahora que vuelve a rumorear
el verano en el alto follaje de los álamos,
álamos del río...
ahora que se hizo un nuevo silencio
en el espacio cóncavo
de una muerte más.

Lo que el silencio se llevó
lo trae el temblor de las hojas
agitadas contra el crepúsculo,
aquella, la hija de las tinieblas,
canto de sirenas
que llega de más allá de las cenizas
como llegan los pájaros.










Para Victoria

Porque acaso somos uno
ambos parte distinta de la misma cosa,
mismidad diversificada
de autoconciencias separadas,
tierra compartida
cuerpo multicéfalo
donde la sed y el hambre,
la alegría de vivir,
la existencia,
calor de pajarillo
entre los dedos de la mano,
del sueño, en fin,
viven la paz estremecida
de los arroyos
por las faldas de las montañas;
tú, nuestros hijos,
aquella amante, mi pobre idiota,
la vida, canto, dolor
deslizada desde los roquedales
hasta la inmensidad azul,
la nada silenciosa.








Para Mario

Experimentar con la vida.
La vida en las manos
masa cálida moldeada,
horneada, aromada,
crujiente cada mañana
desde la salida a la puesta del sol,
ese sentimiento que lo baña todo
hunde el cuerpo primordial
en la leche primigenia.
El tiempo que sirve
al bautismo de la gracia,
¿palos de ciego
tantas veces en la bruma
-nuestro destino,
nuestro medio de vida esencial-?

Pacientes, gozosos,
imperturbablemente obstinados,
siempre hacia la tenue claridad
de una verdad
que germina en el recóndito espacio,
hacia la luz final
¿eso eres, eso somos?
¿ese brillo en la hierba de ayer
tras la tormenta?








Porque pese a todo
así sienten mis vísceras,
esa presión de la especie,
mal que me pese.
Variopinto glosario de loco deseo
atado a las tierras
que tantas veces besaron mis labios.

Hijos de la tierra
y de la especie
siempre tan desnudos
en el tibio calor de la espera
del día que amanece.

Maravilloso mecanismo,
maravilloso pensarse.









Por su voz
ascendiendo al sueño de la brisa
vibrante, tenue como un rebullir de hojas
sobre la hierba nueva.

Por su voz de mujer sin nombre,
todo ella por tanto,
la de los largos velos
y la mirada inquisitiva,
la viajera perdida en el páramo,
la voz de los salmos
agitada en la levedad de los pensamientos.

Por su voz
vienen a mí los cuerpos,
la tierra exhala
aroma a cantueso y romero.











Pero igualmente
qué hermoso recrear la pasión
ansiedad de una mañana al fondo del aula
lágrimas que bañaban la noche,
el tanto pensarla más allá del dolor.

Saber, luz aterciopelada de la tarde,
hasta dónde podemos amar,
descubrir tanta y tan magnífica entrega,
nosotros, siempre tan nosotros,
tan aferrados al yugo
de nuestro encantado círculo interior.

Burdas palabras las que tratan
de nombrar estos paisajes
de severas y cristalinas verdades,
y sin embargo qué inefable querer y
saberse querido.









Y la íntima experiencia de conocer
allá donde en aquellas horas
nos encontramos un día,
como el agua baña al naúfrago,
impregnándolo de lúbrica delicadeza,
de humedad reparadora;
conocer a través de la piel
y las emociones adensadas,
filosas, ardientes.
Esta verdad evocada
a cada instante,
la muerte, el amor, la nada,
el tibio frescor de la inquietud.

Ahora que las sensaciones
brotan unas de otras
cayendo a chorros
por el velo cálido de la tarde,
calma como una inmensa flor
nacida en la umbrosa
profundidad del instante.










El sabio lenitivo de ablandar las penas
entre las manos,
la ruda pendiente
el rastro oblicuo de los sinsabores.

Brillan las gotas de agua
al pie de las tomateras,
los geranios, los delicados pensamientos.

No saber por qué,
tan sólo peso abrumador
como agua turbia sobre la tarde,
la densidad pastosa del ánimo
huyendo hacia los bosques.










Dime en qué pájaros andas dormida
alma, camino que se pierde
en el calor cegador del verano,
lastimero canto de cigarra insomne
allá sobre las ramas de los pinos agostados;
llenos de lágrimas tus ojos
sediento tu cuerpo
en el aire ardiente.
¿Dónde abreva su sed
este blanco paisaje calcinado?

Un hombre necesita
el soplo azulado de una esperanza
que ablande el seco terruño
de la tierra que pisa,
hueco en donde adormecerse,
sombra para aliviar la espera,
instante en que el sendero
será de nuevo una lengua de fuego
suavemente mecida en la proximidad de la noche.









Lo sabes.
Fuiste la gran esperanza
áspera ahora tu memoria
entre los cerros azules del poniente
grandes nubes
como daguerrotipos en viejos baúles.
Ese ardor que llevo dentro
y que sembraste de fuego y ascuas
en mi dolor de entonces.
Apenas recién salido
de los mil valles del norte,
los bosques,
el quebrar de la tempestad en las cumbres.
De allí descendía mi ánimo aturdido
cuando te encontré,
allí marcharía cuando te perdí.

Todo sucedió en un otoño
de final de siglo;
hubo de seguir sin embargo,
¿quién podía imaginar?,
aquel bendito olvido
los tres putos días
el vómito
el silencio.








Entonces,
cuando toda ella era humedad,
arenal, sol, silencio,
bajo los acantilados
mientras el día se resuelve
en incendio carmesí
en cálidas oquedades
entre las rocas,
al final de un largo camino
junto al mar profundamente ensimismado
besando los bucles dorados
que el viento rizara,
cuando todo él era humedad.










Dejé mi libro a un lado y miré,
ella caminaba por la alfombra azulada de la tarde.
Sin embargo las chicas de blanco y negro
desafiaban mi atención
sobre el promontorio de granito.









Cómo decir,
el cielo azul lechoso
la reiteración del mundo
posando sobre las ramas
siempre la constelación ámbar
la línea del horizonte
sobre su azotea nocturna.
Mas dentro de todo esto
la visión espléndida,
el cuerpo de leche
cauteloso y mórbido
cabalgando sobre el musgo
leve de su paso.

A lo lejos,
entre los setos y el río,
unos ojos abiertos como soles,
siempre un gozo el paisaje y sus promesas,
aquella mata de pelo entre las piernas,
la gracia de una nube
disfrazada de beldad;
desierto de graciosas dunas
musgosa oquedad
cayendo entre la arena
en polvo de oro,
aristas color mostaza
pezones tostados.

El cielo ya negro humo
y ella transcurriendo
las manos bajando silenciosas
hacia el breve manantial,
bajo el granito cálido,
casi ardiente.








Ante mi tarde
temblorosa en su brisa de pájaros
el frágil verde de las acacias
la tarde soñando sobre la hierba.

Delicadeza de mano amada
el brillo de las cebadas
abriga en su luz
la mirada aviesa de una mujer.

Melancolía que acaricia
con su brisa mi tarde,
la dulce cadencia de las líneas de un libro
trenzando sensaciones y recuerdos,
manojos de tempranas flores
sobre el alféizar de mi ventana.








Y así,
bajo el tul ligeramente agitado,
dosel que quisiera protegerme
del triste frío de la nada,
encontrar en temblor de las hojas del álamo,
la sonaja que apacigüe mi ánimo,
el ténue rumor de la calma.








Y cuánta la espera
el tiempo en que los cerezos han de florecer
y habrá de engendrar tu cuerpo
el gran misterio
la búsqueda en los ribazos,
fresas y arándanos,
el magnífico laberinto
donde todo florece.

Y más,
esta absoluta falta de tiempo
paz en comunión con los días
el presente amniótico
por el que clama mi ánimo.









Y cómo cada dia
superados a nosotros mismos
ahondados en profunda mismidad
seguir caminando
profundizados
trascendidos
amantes del vacío
y de ese instante
en que las flores se abren,
delicadeza de tenue aliento,
hacia el horizonte
incansable, pacientemente,
hasta ese instante
en que tu voluntad
tu cuerpo
tus anhelos
todos juntos en las cenizas
del cuenco que unas manos
derramarán sobre la tierra negra.

Seguir caminando
aliento fresco del pensamiento
lleno de ti, de mí,
del universo en que tantas estrellas besaste,
cierta primavera
en que la tristeza
era hondo y cavernosa
y estar no más entre los hombres y mujeres
agua y brisa,
el pan ácimo de ciertyas tardes
en que las cigarras
invadían la hora de calor,
y dejarse ir
como se deja ir el placer
en el cálido semen
de un recuerdo.

Oh tiempo
río donde se bañan mis interrogantes
mis caricias arrasadas
de olor a campo,
donde germina
un día más
como quien busca
ser seducido por un frágil deseo
traído adormecido
en los brazos de la brisa.

Despierta, bien mío,
no en la suve cresta de una ola,
despierta en la profundidad
de mi ser
y sube hacia la tarde de las chicharras
a besar mis labios
a enardecer el susurro rumoroso
que viene de tan lejos
de tan hondo
de tan








El verano se está yendo
poco a poco,
sin hacer ruido,
como se fue mi amor
entre la niebla de un invierno.
Ah, aquel amor
colmando inolvidables
mañanas de domingos
sus besos,
creciendo mujer entre mis brazos
mientras el alba desleía en su lechada de luz
el miedo,
niña de turbio pasado
de cuyas orejas sacaría yo
caramelos.

.
Despacio el verano se está yendo
hacia otras tierras;
va quedando en el aire
un acre olor que amenaza
con robarme la paz;
ni el aire de los caminos
ni el tiempo
están dispuestos
a darme tregua.
Viajo hacia los barrancos y montañas
del Maestrazgo,
solo,
por hacer algo,
quejoso conmigo mismo
mareando la perdiz
con esto y aquello.

Ahora más que nunca
esto debería ser un diario,
arena de la playa
sobre la que escribir su nombre
y decir del espacio y del tiempo,
e indagar de paso la existencia y los caminos.
Boluda y espléndida vida
entre cuyos valles y montañas caminamos.









Ha dejado de llover
y el tren corre sobre una tierra de lomas embarradas
mientras un niño chico llora un poquito.
De nuevo es verano
y me faltan manos,
como quien dice
me faltan sentidos
con que atender la agitación de la mañana.

Entre el sol casi primaveral,
los versos de Ángel González
o la obligada escritura
de un diario para el camino,
entre todo me quedo con el esponjoso viento
que dejó la tormenta de anoche,
me quedo con este mirar sin objeto,
con el sol sobre la piel;
mientras, espero.

Me marcho a casa,
dejo los senderos
el vivac,
la noche,
el cielo perlado de estrellas, te quiero,
brisa por la que baja y sube en tropel
la mañana bañada de espliego y romero.








Hacer de ti memoria
la loma verde de la lejanía
truncada de añil y miel,
hacer de ti tiempo y espacio
cabaña entre los álamos
lugar donde vivir,
hacer de ti recuerdo amable
seda esponjosa sobre el friso de piedra de la tarde,
noche de luna
en la inmensa soledad del cielo
mientras cierro mis ojos
llenos de grillos,
adormecido el campo tostado,
glauco más allá de los viñedos y las lomas azules
en el día que acaba;
hacer de ti reposo
canción junto al alba
en la templada madrugada de los abedules
donde el fuego crepita junto al río.


Y así mientras empieza a llover
quedar con los ojos cerrados
como quien espera la muerte,
amable instancia de los instantes de paz,
las gotas de agua en el rostro
el leve murmullo de las hojas
en el trascurrir plácido del instante,
sin prisas
algo adormecido por el cansancio
y la dulzura de la hora.

Hacer de ti, amor, brisa, canto.









Esta brisa en la que se mecen las ramas
este sol atravesando la celosía verde
septiembre caminando hacia los pastos de otoño
la pelambrera dorada de los arces
el follaje arrebolado
más tarde mansamente dormido
a los pies del invierno

este rebullir de pájaros entre los arbustos
mientras mis pensamientos vuelan gaviotas
sobre la estela de nieve
más allá del fragor de los motores
del destino
el infinito horizonte
amigo constante sobre poniente
hoy de algodonosas nubes blancas

esta tibieza del aire que acaricia mi cuerpo
junto a las temblorosas hojas del álamo
la rústica fragancia de las tomateras
los geranios siempre en flor.









Y la lástima de morir
por una razón fútil,
la de querer seguir respirando
este magnífico brisa
la sombra, el rumor de estas hojas
el espléndido cuadro que hemos pintado
en tiempo tan dilatado
los perros, los peces
los geranios que cada primavera
arroban de color los muros blancos
el suave declive de la rampa;
la de querer encontrar
este breve gozo de tarde
envuelto en el monótono zureo de las perdices
con la luz cálida del otoño
ya dorando con una leve caricia
el rojo fulgor de la caña índica.

Ah, tardes de esta tierra
donde sembramos un bosque
y los parrales de arracimadas uvas
de oscuro tinte de sangre,
donde la tarde
posa sus manos con dulzura extrema
aligerando el peso de las dudas,
donde el sol retiene en las fachadas
el blanquinegro cuerpo de las sombras
donde se agita la brisa,
en el prado el verde luminoso
que rasga en haces brillantes
el umbral de la extensa tierra de poniente.

Y dejar a medio hacer la obra
la dulce música en que al final
paró la vida extremosa,
sabia y adusta madre
la de repletas ubres
que amamantaste mi infancia
la corta adolescencia
el curso sinuoso y vibrante
de los años de juventud,
la tortuosa, dulce, agria, amarga, amorosa
esencia de mi madurez
desde la que contemplo
la agitada estela blanca
deshacerse a popa en un hervidero
de profundos azules de noche
las gaviotas sobre la blanca espuma
fundiéndose hacia el horizonte con la nada
la noche, el silencio,
acaso una suave luna
fría y delirantemente hermosa
velando la sombra de los muertos.








Sentir cómo viene el deseo
como duende sigiloso,
brisa y madreselva confundidas con las palabras de un libro.
Misterio que inunda de mujer mi cuerpo,
ayer la femenina gracia de una ministro
pasando revista a la tropa,
hoy la lectura de unos versos de Carver.

Y de noche las parras encendidas, la leña apilada
el corazón en paz
las carpas doradas viniendo a comer entre mis dedos.
Y que todo sea demora
la larga plática con la memoria
las estrellas fugaces iluminando el fondo de mi retina
la palabra mágica que pone en movimiento a los astros
que arracima poco a poco la turbulencia del deseo
las imágenes, las voces,
los ojos cerrados, la espuma que se precipita en el vacío,
la humedad del bosque.


Y sentirte ligeramente ebrio
porque amas ese rayo de sol
que interrumpe en tus pensamientos,
porque amas el sonido del agua
y la alegría de aquella voz lejana
que rompe en la penumbra en que meditas.









Y dónde se irá
esa perfecta música
nacida de los cuerpos,
divinos ellos, infinitamente cautivadores,
sus miradas cómplices y silenciosas
más allá del paño de la noche
donde duermen
entre los guijarros de la memoria
esperando cierto revuelo de campanas
las dunas, los ecos tras la arena...