Ahora
todo será hervidero
febril
invierno
entre
la paz y el olvido.
Ella,
la loca,
y su
rostro encendido
cuando
descendía la cuesta de los robles
y nos
besábamos
no
obstante el mundo hostil
en que
había de devenir aquello,
muerte
y topacios de luz,
carbunclos
de liviana belleza
allá
bajo las copas de los árboles
junto
al arroyo
donde
se alzaba la casa de piedra
y el
rellano de los libros.
Eran su
voz
y su
cuerpo de niña que yo amaba,
aunque
no esa mirada zafia
de
quien no tuvo tiempo para la paz.
La
suerte echada
el
temblor de las manos
cuando
bajaba a besar entonces
la
espesa nube
donde
brotaría lechosa humedad.
Viejos
armarios en donde se rebullen
los
besos de entonces
caricias
en alcanfor
blancas
y temblorosas.
Ahora
basta con la paz del invierno
la
escarcha que hace costrosa la senda
que
atraviesa brezos y jaras.