Y el verano estaba allí
como un río sin prisa
tras las persianas echadas,
el tiempo pasaba tranquilo y templado,
las líneas de luz atravesaban el libro
subían por el encalado
y el atardecer venía y entraba por la ventana.
Fuera bullían todavía los pájaros
y el campo ardía silencioso entre las parras.














El día cae
de fuego y herrumbre
cubriendo de hollín el cielo.
Frente a la llanura
junto a los azares de los libros,
pan de mi anhelo,
paseo entre las mujeres del mundo,
ensueño.
De esperma y silencio la tarde;
en la autovía
atraviesan mudos el crepúsculo
algunos hilos de luz.















¿Quién eres?

El viento

Yo soy la luz y la siesta
y esa pizca de humedad
que apunta en mi cuerpo
cuando un cuerpo de mujer
suscita el viejo anhelo.
Un latido
sed de mujer,
arropada luz trémula
alistonada sobre el lecho.
¿Almenara, torre, rincón,
minúsculo infinito,
tormenta de verano?

¿Dolor,
tierra trémula donde crecen
las flores del rocío
junto a un oso de peluche?

















Perdí el hábito de las lunas y los caminos
y ahora cuando ella posa sobre el campo
como un pariente lejano plateando la noche
reclamándome
la miro entre los árboles en silencio;
cabizbajo, perezoso, meapilas
me vuelvo a mis libros,
quizás el próximo invierno.
















Playa de silencio y olas,
cuando de las palabras y la memoria nacen la vida.
Porque las palabras del poeta a eso llevan,
ese pálpito que atraviesa el aire,
entonces, cuando el agua
pintaba una finísima capa de luz
sobre la arena sin nombre
al otro lado del mundo
donde el mar y las montañas
se besaban en silencio.















Y que el trabajo
sea renacer en las palabras
robarle los pigmentos al fuego del crepúsculo
y hundirse en las profundidades de una cárcava
para sobrevivir al viento
que, entonces sí, aullaba sobre mi cabeza,
pues aunque tullido e impedido
las palabras llegaban arrancadas de raíz al tiempo
que dejaba de ser efímero
y se hacía de oro,
hebras líquidas que cruzaban el recuerdo
con un inusitado brillo sobre el fuselaje.
Hasta el rumor de la autovía se confundía hoy
con el fragor marino
de una costa quebrada de oscura lava
mientras el sol de terciopelo pintaba el dorso de los árboles
con su hoguera.

Después traté de enlatar el malva de otro tiempo
en el cuarto oscuro de mi cámara
pero fue inútil,
el malva no se dejó;
se descompuso en azules aterciopelados, eso sí.
Y huyó, se sumergió,
se sustrajo al encuentro
quiso permanecer sólo en la memoria
de donde lo arrancaron los recuerdos .















No hay nadie que pueda
escribir todos los días de su vida, versos,
el veneno, el esplendor
o la suavidad del aire,
no siempre el tiempo es denso
ni cantan los pájaros allá fuera.
La tarde a veces se limita a un guarismo,
frías e impersonales
las manos de la mañana
trepan por el frío
y destemplan el rigor de aquella luz
que corría tras una intuición,
los días en que la brisa
era pura disonancia física
y nada tenía que ver
con los melenudos árboles.














Sólo el silencio, el olvido
un leve temblor aún
sobre la sucia ferralla del cielo,
el movimiento regular de ese músculo
que nos mantiene vivos.
Llega la noche
y es una lástima no aprovechar este silencio
que devora los prados.
Así y todo
bien por esta larga dilación
que arranca de mí
plegarias silenciosas.