Desde mi cueva
Como
alameda barrida por la borrasca
ese
afán por comprender
cálida
yaga
en
los resquicios del alma.
Solemnes
y ceremoniosas sus ramas
se
agitan testigos anónimos
sobre
el páramo henchido de lluvia
preñada la mañana de palabras
cuando
mis huesos cansados
buscan
en el rastro inaprensible
la
certeza de haber vivido.
Todo
mientras un mirlo picotea las aceitunas del olivo
y
una paloma atraviesa la desnudez de un cielo
arrasado
de pesadas nubes
inquietantes
como sueños amargos de noches de ansiedad.
Comprender
cómo será entonces
y
los árboles
y
el cielo
y
el canto de lo pájaros
cómo
será el sueño
y
la mañana junto al fuego
cuando
esperar la muerte
mientras
el cielo se va tiñendo de malva
ocupe
todos lo pensamientos,
cuando
leer versos en el regazo del invierno
sea
un remoto frufrú de hojas
movidas
tenuemente por la brisa
y
la levedad de la memoria.
El silencio
Deliciosa
alternativa
la
de vivir en el silencio y la distancia
donde
las largas horas de lectura
salpicadas
por el legado de la memoria,
grávida
entonces,
plena
de sustancias que destila el pasado,
aquella
vida sin más
que
sirvió para dar de comer y beber a mi versos,
el
legado de mi infinita pequeñez
cantarina
emoción entre los bastidores del tiempo
cuando
la vida no fue inútil;
salpicadas,
decía,
por
un bendito desencuentro que sembrara
mi
tiempo y mi escritura de dicha.
Encerrado
en mi cueva,
traspasada
el alma por el espléndido invierno,
pienso
en la muerte, sueño,
recuerdo
a una antigua amante,
leo
interminablemente en mi cabaña de ermitaño
libros
de amor y aventuras,
estudio
idiomas,
dormito
tras la hora de la comida
y a la noche veo películas en versión original.
Mientras
tanto, frente a mi ventana,
los
gorriones y los petirrojos
revolotean
junto a las ramas de la acacia.