Buscaba restos
de un cuerpo
entre las ramas
desnudas,
beatífico
encuentro entonces,
en blanco el
libro del tiempo
como reloj de
adorno
que ya no diera las
horas,
yertas sus hojas,
sólo dejaba tras
de sí
un profundo
agujero de confusión y silencio.
Cadáver mío,
salvo tu rostro
y tu maravillosa pequeñez
nada indicaba
que fueras tú
aquel raigón que
quedó sepulto en mí,
ambos parte de
un mismo ser.
Así ahora tu
mirada que yo encontré,
cadáver mío,
inexplicable
sustancia ajena,
tú, incrédula de
un universo que se besa
y se hermana en
la comunión de la vida.