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Un paseo por la Pedriza

El verde húmedo de las jaras
conducía a los altos riscos soleados,
era lunes y los caminos culebreaban solitarios
hacia Las Torres
allá donde las masas de granito
jugaban con las nubes
mientras los buitres
nadaban despreocupados y solemnes
en el espacio azul del cielo.

Era lunes y del fondo del río subía
la primavera dando gritos
a los cuatro vientos.
Arriba, sobre la majada,
una vez pasado el puente de piedra,
a zarpazos abrí junto a un tocón
un gran agujero
en el que habría de enterrar aquello,
hilachos de esperanza,
trozos de artrosis como astillas desprendidas
de un viejo mueble,
mi herencia de hombre solitario
el deseo.
Pertenezco a una tribu de la estepa
donde sólo el viento o la ventisca
atemperan el ánimo,
la horda huraña
que sólo vive cómoda entre las bestias.

Después escalé entre los riscos
hasta encontrar la senda del bosque.
El bosque estaba sediento
sus nudosas raíces
se abrazaban polvorientas a las rocas,
en algún lugar un penacho de verde tierno
crecía a la vera del agua,
un hilacho, entre los guijarros.

Y había un manojo de narcisos en un mirador
sobre los valles,
se agitaban, trémulos,
asomando sobre el granito
impasibles ante el espectáculo;
viento y bramidos de agua
bajaban de las nieves
borboteando en un profundo arroyo.

Los narcisos
temblaban de frío
frente al sol poniente.
¡Ah, cuando todos los disfraces hayan caído!

Hacía frío
me levanté y me sumergí en el bosque de nuevo.
Pellas de miel resecas
bajaban desde mi cerebro
hinchando mis venas
¡ah, si fuera posible enterrar también aquello
explotando como un saco de mierda
sobre mi conciencia!

Y el sol se abrió paso entre las nubes
y cerré los ojos:
hubo cosas tan bonitas...
y sentí cómo venía el calor
a lavar mis heridas.

Y cuando la autopista me devuelve a casa
mi epidermis está ardiente
tersa.
Ahora sé que sí será posible
seguir queriéndola;
caminaré y haré manojos de versos,
sembraré agradecido
narcisos sobre la tierra de su tumba.